Testigo del amanecer en calle Mesones (hoy de su Majestad), recostado en aquel vestigio de Arcadia -modesto agro especular del eterno jardín- que fue el huerto de Coscorrón
CARRIL DE LOS BUSTOS HACIA LA CARRETERA Y EL VALLE
Aunque en tiempos de tan confuso
entendimiento como estos pudiera parecer que sale el Sol por Antequera o que, conjugando de modo más peregrinamente imperativo aún el pretérito imperfecto del verbo hacer, que: lo
hiciera o hiciese saltando por los
cerros de Úbeda…, de toda la vida de Dios -con venia implícita de Japón,
ancestral país del Sol Naciente-, el pueblo por donde realmente amanece,
todavía en irisado remozo de la pila bautismal de nuestra mediterránea mar, es por el del lauro vestu con que Alläh –bendito
sea su nombre- signó ilustre lugar en su jardín, donde además por vigía mandó
levantar una torre; razones por las que conformando el nombre, es conocido
hoy, como Alhaurín de la Torre.
En la desembocadura misma del valle del
Guadalhorce estriba ladero el astro rey la sierra
espoleando su brillo por la retama y revestido de sencillo romero remonta,
espiritualizada esencia de tomillo cantueso por entre los limoneros
para, de rigores desprendido cual
la flor del almendro y entretejidos los bucles
de palma y olivo…, amanecer por
el pueblo. Así, justo en paz y radiantemente ungido, por el barrio entra salvando de la noche los heridos costados eclesiales del
Patrón San Sebastián. De seguido encala
enluciendo la calle Málaga arriba, rememorando el
todavía alfombrado perfume floral, del recién pasado mes de María; deja atrás colegio, botica y lavaderos, cruza el arroyo
blanquillo -que saltando sobre el barrancón en verde umbría de cañaveral se
entraña-, y tras redoblar
abluciones entre los caudalosos caños de la fuente que la
plaza tiene, se explaya sobre la de Mesones, colmándola a cinco
sentíos, con todas sus bendiciones.
Con los ojos –puertas del
primero de ellos- como platos especulares y hambrientos, yo, ante la llamada del día, a la puerta de la casa,
a por mí porción de maná salía.
Para recreo del segundo –recóndito armónico del primero-, suena cristalino
el son de la fuente que más arriba canta
-mientras enjuga Mesones con la esquina del Chorrillo- y entremezclando concierta el
valar de los hatos de cabras, que por el
camino del Portón y por calle La Choza bajan, con su tintinear de cencerros y el tamboril centelleo que de sus lácteas ubres en los arrimados jarrillos bailan.
Sobre la mesa y mantel (que a
los sentidos tercero y cuarto han de servir), hacia el límpido azul extendiéndose elevan las matutinas preces del horno de la panadería y los
humeros vecinos en penachudas
volutas albas de purificadas sierpes,
secos leños de almendros y retorcidos sarmientos.
Servida
queda pues bajo el sol, sobre mesones, el pan y la leche para empezar el día (si es domingo, enhebrado
por verde y fresco junco, Pacheco en la Plaza pone además tejeringos).
Transustanciada -¡Santo Corpus
Christi!- la matinal ofrenda del ara a la sencilla comunidad del lugar en
ingenuo vigor interno, bulle la sangre con renovado calor buscando por la
piel salir al solidario tacto sentir…
“La calle diáfanamente abierta y terriza suple con nobleza
de la propia piel modestos tramos
con destino de acera a los que no alcanzó el tradicional empedrado o las innovaciones que en pliegues más modernizados, con particular peculio e ingenio
propio, a retazos zurcidos extendió la `porla’ (cemento de Portland).
(Con afanosa marcha renueva
la camisa el pueblo sobre la sufrida
epidermis al tiempo que enfilado en el
primer tercio de los cincuenta de la vigésima
centuria remonta el penoso costurón
de la década
cuarentena que cerrando cura la bélica
herida fratricida.)
>>Baldeada al atardecer por mano vecina y ya ante el véspero,
galana de subidos rubores, arrimando silla a su orilla, de las horas de
labor, se reponen sus moradores; los domingos aumenta de
categoría su ser pasando de calle a
paseo, condición que generosa dilata hasta las festividades. De estas, en las cumbres solares
de San Juan, que, con alegre
ondear de cruzadas banderitas:
[Enmarca
colorista cartel costumbrista con presencia de autoridad y fondo central de alguacil, precedido de toque de cornetín, dando lectura a
pregón: `De parte del señor
alcalde –Cristóbal Ortega, a la sazón-, se hace saber que, tras el acto de esta
presentación, se celebrará una gran cohetá, para abrir sobre el pueblo iluminadamente el cielo y así el
Bautista pueda, a la feria bendecir como
ha de ser, con santo acristianamiento;
mañana, bajo la hora solar del mediodía, se tiene previsto por la autoridad local -si
la celeste al permitir no desautoriza-, el acto de confirmar la continuidad de
la misma, que llevarán a cabo sobre briosos corceles, los que ya mozos, se
hayan comprometido a correr por el pueblo los íntimos colores de su corazón, en la carrera de cintas.´ ]
>>Transformada que fue la calle en paseo,
prosigue evolucionando en su paseo a
Real que ahora, mágica y súbitamente surcado por raudas
y sonoras embajadas de vencejos,
es elevado al azul hasta la hora punta
de la noche, donde fundida en solsticial
incendio con la alta luna, ser a
saltos y brincos trascendido por el juego inocente de los niños… Las ascuas últimas chispean
crepitantes, descendiendo de nuevo modestamente a calle, entre
las puertas del “Cine de Cristobita” y la de “La Fonda” para culebrear postrera arriba y abajo por las
puertas de los bares de Tamayo, Tomás,
Povea, Juanito Ortega, Coscorrón y Paca Aguilar, hasta culminar rendidas sobre las mesas, al fresco, del de Paco Aguilar. De seguida, las ánimas
benditas velan dulcemente tras los
visillos y cristales los cansados ojos
de la misma con los últimos rescoldos
hasta el amanecer en que, del lecho gris de las cenizas, con el cantar de los
gallos avizores los desvelarán, cual Ave
Fénix, renovados.”
…Del diamantino yacimiento del
pueblo, ya el tallado prisma confluente de
la calle, entre puertas abiertas y ventanas servido por mil aristas, en la creación
del día que se levanta, proyecta con luminosa humildad su singular caleidoscopio de nombres propios y apellidos familiares.
Enfrente de mi puerta, ante la
suya, Mateo que está con Juan (el menor de los Illanes), tantea a la Billarda que juegan, con su recia vara de
acebuche. Por medio pasa un coche al que no logrando identificar como de los
alemanes de La Huerta del Cura o del
Coronel (C. Von Haartman) del Alamillo,
se lleva con el rebufo mi curiosidad
calle arriba; en la deriva, a quien sí acabo identificando, tieso de espalda y bien plantao
con su sombrero de paja sobre la burra, es
al tito Pepe (José Benítez, marido de mi tía Mariana) camino trillado de la viña, seguramente. De
vuelta la vista calle abajo reviso al paso un gracioso ramillete en la puerta
de la casa de Piedad que, con la hija de esta, Mercedes, integran Pepita
“la Coina”, Isabelita “la Paloma” y
Marta. Poco más abajo, frente a la cochera de la casa del teléfono (o de mi
tercera familia de la abuela Paca –“pero
eso ya es otra historia”, como diría manoseando a Kipling-), en la embocadura
del solar, también de esta, que le tiene
cedido para tinaos de vacuno al padre de
la jovencita Marta, que acabamos de dejar poco más arriba, una carreta bien aprestada
con una soberbia yunta de vacas (negro azabache la una y
colorado cereza la otra); en la puerta del locutorio, Rosita (Díaz Ramírez, la
telefonista del pueblo), habla con un grupo de señores entre los que distingo a
uno de los Peralta (creo que a Emilio), a Pedro el electricista, al municipal (Francisco
García ), a Higinio Cantero (tío de mi padre)
y dos hombres más que no
conozco. Enfrente está la casa de la
familia Benítez, que como la del teléfono que acabamos de abandonar goza de
acera modernizada de la que bajando escalón, nos encontramos
con la
de la Hermandad de Labradores, donde se mueve Juanito (Juan Benítez –el
uso del diminutivo es el cariñoso coloquial con que se le nombra en mi medio familiar-)
con papel y lápiz en la mano entre varios mozos de labor y las bestias que acarrean, departiendo con los varones y tomando nota de los serones. A la entrada de la “tienda del confitero”, que está su vez por debajo de la casa de Rosalía,
con sendas pesadas cestas, las luminosas hermanas Carmela y Pepa, que bajan a
comprar desde la finca del Convento. Frasquito Comino, que acaba de llegar, está abriendo su barbería. Rebasado mi oteo sobre los cilindros metálicos apilados ante la
fachada de mi casa que asomando puntas
sobre de la de Palomo (nuestro vecino de
abajo) esperan más profundo destino en los pozos artesianos de Piamonte, por medio de la calle chorrea al tresbolillo un
heterogéneo grupo de trabajadores que provistos de hatillos y
herramientas diversas, fluyen a labores de más tardío comienzo que los que antes del amanecer a las de más
temprana exigencias partieron (esa activa diáspora tentacular compete a
profesiones, oficios y labores que llegan
ejerciendo su buena hacienda a la propia
capital de Málaga, se extiende por Torremolinos, Churriana, Zapata, El Peñón, San Julián, Cártama, o los
cortijos de La Alquería, El Romeral, Mestanza, Las Monjas, Tabico, El Lagar, La
Capellanía, Los Bustos y un largo etcétera que desde las canteras, tirando fractal a rizar el rizo por el
Pinar llegará hasta Los
Caracollillos, en cuya proximidad -girando helicoidal la calle sobre el místico Álef o el
punto de Riemann que guarda en su intimidad- nos desvelará, poco más tarde, bajo la
larga y plácida sombra del viejo Lauro, jugando al golf). Paquito (Bernal), Cristóbal
(Ortega), Pepín (“el de la Huerta Alta”), Pedrín
(el del ex alcalde Tomás), el más chico de los de Povea y un chaval pelirrojo
de Málaga que veranea en el pueblo, por debajo de la casa de Paca Aguilar, vienen a buscarme con una pelota que trae en cabecera Arturo (Aguilar) –advierto que los chavales
estamos de vacaciones-. Más
abajo, con su característica diligencia entreveo a Mariquita “la gorriona” con su “temible”
bolso maletín (de él saca, en
sustitución o encargo del médico (D. Vicente) cuando es menester, la
rectangular y brillante cajita niquelada que pone al flambeo azul del
alcohol con extraña, retorcida e
inquietante pinza, y de la que luego extrae el afilado aguijón cuyo agudo fin es… seguramente intramuscular); un hombre en bicicleta que
circula a buen ritmo calle arriba se las ve habilidosamente para sortearla sin
peligro. Francisco Coscorrón, con la apacible mirada aquiescente de su hermano
Miguel, reparte instrucciones a una cuadrilla de trabajadores encabezados
por Ramón Benítez que empujan una
desgranadora de maíz tratando de adentrarla en su establecimiento. Entre la
acera del cine y la de Povea, al paso,
un apretado grupo de presurosas y
enlutadas mujeres se saludan con Maruja Ortega que está
a la puerta con su sobrino
Sebastián. Más abajo, ya angulando la
plazuela de la fuente, delante del kiosco de Diego el Avión (proveedor de
“pipas, caramelos, palodú, chicles, barritas de regaliz y otras pocas “chuches”
más del tiempo, aparte de los polos de
nieve y cucuruchos de helados), oigo arrancar, a golpe de manivela que
enérgicamente manipula Miguelillo el “nene” (uno de los ayudante), mientras mi
tío Manuel (que hace de conductor habitual) pisando acelerador hace escupir carbonilla
al gasógeno de mi padre que hace entre el pueblo y
la capital las veces de transporte de pasajeros y encargo de mercancías;
arranca con Antonio “el almeja” (otro de
los ayudantes) al pescante, y haciendo regate esquiva el coche al carricoche de
las sillitas locas, que instalado en
mitad de la Plaza se lo queda mirando enfilar calle Álamo arriba, mientras que
con la destemplada voz de sus corridos altavoces retestina en el corazón
lugareño “El emigrante” de Valderrama. Sobre
el cielo azul al que Jabalcuza apunta, con sereno cimbreo cenital, una joven águila
acaba por tildar la escena.
Al-malaquí
de Jabalcuza
Solsticio de verano de 2012