“Padre
nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre…” Así aprendí a rezar
y anhelar infinitos tras las titilantes luminosidades del firmamento sobre el
valle del Guadalhorce y la cremallera de sierras que hoyan a la Ciudad del
Paraíso, mientras los dedos de la abuela -“Sancta María”. “Ora pro nobis”- saltaban
las brillantes cuentas del rosario por entre
calados caminos y estaciones de plata… Cada atardecer, todavía entre los
rescoldos atesorados por el día en el
poroso pavimento gris de la terraza de Los Bustos, al amparador abrazo de las altas palmeras, arcos de yedras,
cercos de setos, vahos de ruda y laureles,
y el suspiro dulce de la hierbabuena y los desbordantes jazmines. “Mater Intermerata” -proseguía la
abuela- “Ora pro nobis”, anonimado, respondía yo, perdidamente jugando entre el
Universo.