(Corríamos que volábamos, Paquito Bernal, Paquito Aguilar, mi hermano Eduardo y
yo).
Hubo
otro día que puedo llamar del trueno en que vivimos la calle y el pueblo en el
nimbo elevado, fresco y abierto de una abigarrada tormenta de montañas rodantes
por los cielos a la luz de titánicas líneas eléctricas. Llovía mientras corríamos por entre las
puertas abiertas de la calle y el patio, cuando atravesando el corredor de la
casa nos inmortalizó entre el azul la claridad espectral de un relámpago. Suspendida
en el éter la veloz estampa del acto por la tronante conmoción del trueno, viramos
en iluminado instante tras la azufrada pista del rayo al que seguimos hasta el
coqueto cuartito de aseo de la casa del teléfono; donde en ángulo muerto
entre rojas y blancas baldosas, adentrándose por el chamuscado punto de un pozo cubierto, se perdía el cable del
pararrayos de la centralita del pueblo.
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